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Todas las encuestas lo vienen avisando. Los estudios sociométricos van avisando mes a mes y los datos se van confirmando marcando tendencia al alza. Los jóvenes se derechizan a una velocidad de vértigo. Los nuevos anti-sistemas son esa juventud que a falta de expectativas, con un futuro desalentador, cuando no un presente, empiezan a alzar la voz, empiezan a salirse del discurso políticamente correcto, empiezan a poner en entredicho eso de que “España va bien”.
Y es que el país no pinta de color de rosa. Cualquiera que baje al supermercado o mire su nómina sabe que ese relato ya no se sostiene. Las cifras macroeconómicas ya pueden decir lo que quieran, pero el ciudadano medio, ese que paga alquileres desorbitados, hipotecas asfixiantes o llena la nevera a base de cuentas ajustadas, percibe otra realidad. Hoy el ideal no es ahorrar, sino simplemente llegar a fin de mes. Y eso, en sí mismo, ya es un síntoma grave de empobrecimiento colectivo.
Los que hoy trabajamos ya no pedimos tener capacidad de ahorrar, como tenían nuestros padres. De ahí, vinieron el pequeño apartamento de playa, la casita en la sierra o el campito en Estella, Torrecera o La Barca. Nosotros, con suerte, aspiramos a mantener un techo propio. La precariedad laboral, los sueldos bajos y la falta de estabilidad vital han convertido la frustración en una emoción compartida. Las cifras de pobreza infantil son una vergüenza nacional, y la imagen de familias que encadenan dos o tres empleos para sobrevivir ya no es una excepción: es la norma... Cada vez más niños y jóvenes solos en los hogares o siendo atendidos por la abuela o tito de turno, pues sus padres deben llenar la nevera. Y es que la nevera no miente, como si lo hacen las televisiones subvencionadas al amparo del Gobierno.
Se nota que España vive en tensión, y se masca una verdadera revolución que vendrá por la franja más bajita de la pirámide poblacional, si la línea la situamos en la mayoría de edad.
En los patios de instituto, en las aulas universitarias, emerge una generación que desafía el discurso otrora hegemónico y hoy cuestionado, y reclama su derecho a pensar distinto, a disentir, a no comulgar con los dogmas de lo “políticamente correcto”. Un profesor me contaba recientemente que muchos alumnos, sin miedo ni complejos, se declaran abiertamente de derechas y se rebelan contra la imposición en la idea de una etapa de bienestar que definitivamente les ha dado portazo y les cierra las puertas de sus sueños. Por primera vez, van a ser la generación que vivan peor que sus padres, e incluso que sus abuelos, que con manos encalladas, lograron forjar familias numerosas, con mayor o menor nivel de renta, pero con la seguridad de que el esfuerzo se premiaba. Hoy todo es un gran nubarrón en el horizonte. El ascensor social parece averiado. Trabajar duro ya no garantiza una vida digna, ni un futuro estable. ¿Cómo pedir entonces confianza en unas instituciones que prometen progreso mientras cierran puertas? ¿Cómo exigir fe en un modelo que solo parece beneficiar a unos pocos? La frustración no nace del capricho, sino de la experiencia concreta de un futuro bloqueado. Para qué ponerse a pensar si cobrarán pensiones, para qué trabajar para pagar las pensiones de los pensionistas de hoy, cuando ellos quizás no recojan los beneficios de tal esfuerzo.
Y es que ciertamente, si los jóvenes se rebelan, si se vuelven contestatarios, si muestran enfado y fustración, he de decir que tienen todo el derecho del mundo. Se les ha fallado de largo. El futuro no es que pinte negro o blanco, el futuro apunta a dar el “pasonazo” a unos políticos cortoplacistas que para nada han pensado en ellos. ¿Les van a llamar “fachas” algunos a falta de argumentos sólidos? Mejor, que se pongan un puntito en la boca, porque tendrían mucho que callar y la juventud lleva la razón de largo.
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