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Desde la llegada de la democracia y los nuevos gobiernos municipales, siempre con la idealista intención de mantener una figura con funciones de alcalde de barrio, los flamantes concejales de Participación Ciudadana, de Relaciones con la Ciudadanía, de Ciudad, de Coordinación de Distritos o como se llamen en las diferentes localidades, se han apoyado en las distintas asociaciones como un nexo con los vecinos y para poder conocer de primera mano las quejas, inquietudes o propuestas que desde cada rincón de la ciudad fueran surgiendo.
De hecho, las asociaciones de vecinos han jugado un rol fundamental en la vida comunitaria de muchas ciudades, nacidas como estructuras para la defensa de los derechos ciudadanos, han sido espacios de diálogo y acción colectiva, junto a otro tipo de colectivos que, altruistamente, colaboraban con sus conciudadanos y con sus equipos de gobierno. Sin embargo, en la actualidad, su papel ha evolucionado y, en muchos casos, se ha distorsionado. Si bien muchas asociaciones siguen siendo ejemplos de organización local y compromiso cívico, otras parecen haber perdido su esencia misma, centrándose más en la obtención de subvenciones que en la mejora de su entorno, poniendo en primer lugar un modo de vida que se ha ido labrando gracias a unos dineros que llovían como maná regalado y criticando a los ayuntamientos si no les dan lo que piden o, santificándoles si van con el cheque en la mano.
Históricamente, las asociaciones de vecinos surgieron como una respuesta a la necesidad de los ciudadanos de influir en la toma de decisiones políticas que afectaban directamente a sus barrios y pronto los políticos vieron cómo podían valerse de ellas de algún modo: primero con información obtenida a través de la escucha social (la auténtica social hearing), luego como potenciales votantes.
A lo largo del tiempo, estos grupos han sido protagonistas de logros importantes, desde la construcción de parques, ludotecas o jardines, hasta la defensa de la vivienda social y la promoción de actividades culturales y recreativas. En muchas ciudades, estas asociaciones siguen cumpliendo esa función esencial: mantener una red sólida de relaciones entre vecinos y ser el puente entre la comunidad y las autoridades.
La transformación en las prioridades de algunas organizaciones ha surgido como consecuencia directa de un ciclo económico que se podía resumir en cuatro hitos: en primer lugar solo había intercambio de palabras y buenas intenciones entre administración y representantes vecinales; luego se pasó a la cesión de locales municipales para albergar a dichas asociaciones; en tercer lugar y gracias a la integración europea, hubo un riego de euros por el que se encomendaba a las AAVV la organización de actividades que en puridad correspondían a las concejalías a cambio de un estipendio del que resultaba un sobrante para la misma asociación (fiestas, cursos, talleres, etc.) y, por último, pasa la bonanza y ya no es tan fácil para los políticos dar dinero a las asociaciones y éstas, optan por adecuarse a la nueva austeridad o rebelarse con el único afán de más bien parecer un partido político de la oposición que un colectivo en defensa de los intereses de los vecinos de una determinada zona.
Quizá sea bueno conocer que para formar una asociación solo bastan tres personas, ya sean físicas o jurídicas, esto es, tres socios fundadores; y que para a inscripción de una federación, confederación o unión de asociaciones, se requiere un mínimo de tres asociaciones, esto es que con solamente tres personas se puede crear una federación de asociaciones, cuyo nombre deslumbra, pues suena a multitud, cuan bien podrían contarse sus integrantes con los dedos de una mano y, aun así, sobrarían dos.
En resumidas cuentas, hay un desafío hoy en día para muchas asociaciones de vecinos que es reencontrarse con sus raíces, replanteando sus prioridades y centrarse en los problemas concretos que afectan a los barrios y a las personas que los habitan. La participación ciudadana activa y la colaboración entre vecinos son las claves para revitalizar el tejido social y devolver a las asociaciones su verdadero papel como agentes de cambio.
Para ello, es fundamental que las asociaciones trabajen de manera más transparente y que involucren a todos los residentes en la toma de decisiones. Además, las subvenciones deben ser vistas como un medio para mejorar el barrio, no como un fin en sí mismas. Es necesario que las asociaciones se pregunten: ¿estamos utilizando estos fondos de la manera más efectiva para beneficiar a la comunidad?
La fuerza de una asociación de vecinos no reside en los fondos que pueda gestionar, sino en su capacidad para actuar como una red cohesionada de personas comprometidas con el bienestar de su barrio y no solo actuando contra quien gobierna porque sí. Tener la humildad de reconocer que a lo mejor algo nuevo pueden aprender unos de otros y los otros de los unos hace que corregir los vicios que han ido a más desde el origen de la relación entre administración y asociaciones pueda desmentir el refrán de que “perro viejo no aprende trucos nuevos”. Cambiando, en definitiva, ese modus vivendi interesado por un mutatis mutandi, y cambiando de una vez todo aquello que se deba cambiar para la mejor vida vecinal y ciudadana.
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